Libro

 

La relación que se suele entablar con los libros en las más diversas culturas se ha naturalizado a tal grado que puede resultar extraño en un primer momento la necesidad de cuestionar desde la teoría literaria su valor como objeto. Así, se tiende a perder de vista el hecho de que un libro es un artefacto altamente sofisticado y complejo que, más allá de servir a la conservación y el almacenamiento de un texto, presenta rasgos intermediales de distinto tipo. Es sobre todo a partir de los movimientos artísticos de las vanguardias europeas hace un siglo que se comienza a poner en cuestión de manera provocadora el valor material del libro, deconstruyéndolo y reconstruyéndolo de múltiples formas y con resultados muy creativos (Drucker 2004).

Partiendo de una definición básica del libro, puede reconocerse que la acepción más común hace referencia a sus propiedades físicas, como un conjunto de hojas de papel suficientes para ser encuadernadas y conformar un volumen; así se consigna por ejemplo en la primera entrada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. No obstante, para llegar a dicha acepción, el objeto libro tuvo que pasar por varios siglos de transformaciones hasta consolidarse como tal y estabilizarse como espacio discursivo bajo este formato. Para arribar a etimologías tales como liber en latín o βίβλος en griego, que se referían a la superficie de inscripción compuesta por cortezas de plantas, como el papiro, o bien de los árboles, hubo que experimentar sobre muy diversos materiales que sirvieron de soporte para la escritura e inscripción; entre ellos, la piedra, la arcilla, las tablillas de cera, las tablas de bambú y el pergamino, cada uno con sus propias técnicas y recursos escriturales (Borsuk 2018; 2020; Vallejo 2021).

Desde las civilizaciones más antiguas, los libros y sus equivalentes se consideraron contenedores de un saber ancestral que, a medida que fueron migrando a soportes más ligeros y manipulables como el pergamino o el papel, se lograron compilar en unidades más grandes, configuradas en forma de folios secuenciales, escritos y encuadernados a mano. Ya ahí nos acercamos a la definición antes referida. Dado que requerían de habilidades específicas para su laboriosa concepción material, así como de las debidas competencias de alfabetización y de caligrafía para su llenado, eran contados los ejemplares, por lo cual tuvieron una circulación correspondientemente limitada, en su mayoría reservada a un reducido sector letrado.

El cambio más radical en estas prácticas se dio a partir de la segunda mitad del siglo XV, con la implementación de la imprenta moderna ––como se le conoce para diferenciarla de su precursora empleada en Oriente tres siglos atrás, que utilizaba una tecnología similar mediante sellos de tipos móviles. Atribuida a su inventor alemán Johannes Gutenberg, dicha imprenta se propagó ampliamente como medio de comunicación, dando pie a la llamada "era Gutenberg" (McLuhan 1998), la cual trajo consigo la revolución del libro como objeto industrial, permitiendo su procesamiento y difusión de forma masiva. Esto a su vez llevó a la creación de un mercado editorial cada vez más amplio, y de ahí también a una expansión del círculo de lectores.

En parte como reacción a este devenir ––en el que la imprenta y los procesos editoriales se habían estandarizado y estabilizado para mantenerse durante más de quinientos años––, fue que en los albores del siglo XX muchos artistas y autores de las más diversas corrientes y latitudes comenzaron a cuestionar y a ampliar las potencialidades del libro. Surgieron así propuestas provocadoras e innovadoras que se han venido desarrollando desde entonces, multiplicándose en lo que va del siglo XXI gracias también a los formatos digitales en los que se fue inaugurando. Esto ha reabierto a su vez el cuestionamiento del objeto libro como bien común, tanto desde sus mecanismos de producción como desde los de su circulación y recepción. Puede confirmarse como resultado de lo anterior que en los últimos cien años ha habido propuestas tan osadas como creativas, las cuales han buscado transformar la idea del libro para reconcebirlo a partir de nuevos paradigmas. Muestras de ello nos quedan sobre todo, como ya se señaló, por parte de artistas plásticos y escritores vinculados a los movimientos artísticos de las vanguardias y postvanguardias, cuya experimentación con el libro les permitió jugar con sus funciones y su objetualidad, extendiendo su potencial a límites antes inexplorados.

Baste pensar en obras como La Boîte verte (La caja verde, 1934) o La Boîte-en-valise (Museo portátil, 1936), ideadas por Marcel Duchamp (1887-1968), como libros con forma de caja o contenedor que el artista decidió llenar con objetos muy variados. Este tipo de artefactos siguió creándose en la segunda mitad del siglo XX, como muestran USA 76, Bicentenaire (EEUU 76 Bicentenario, 1976) de Michel Butor (1926-2016) y Jacques Monory (1924-2018), o Supermarché (Supermercado, 1992) del mismo Butor en colaboración con Bertrand Dorny (1931-2015). El formato de caja demanda del lector sacar, manipular y reconfigurar aquello que contiene ––ya sean textos, imágenes, o bien elementos tomados de cierto lugar en su calidad de "objetos encontrados" (objet trouvés)— y esta azarosa extracción lleva a una nueva combinación y de ahí a una lectura e interpretación siempre distinta de la obra. El caso de Supermarché apela además a experiencias multisensoriales que contemplan el aroma de distintas fragancias. Butor, junto con Duchamp y otros artistas, incluso exploraron la idea del libro en distintas formas de escultura, en las que seguía siendo importante el texto y su potencial legibilidad. Cabe además mencionar que, como Butor, muchos otros creadores a lo largo del siglo XX idearon estas piezas como resultado de proyectos colaborativos, a menudo entre escritores y artistas plásticos, en donde el peso de la escritura se volvía tan importante como el diseño de su soporte o los elementos gráficos que la acompañaban y con los que entraba en diálogo de forma muy distinta a la de un libro convencional.

El desarrollo de la experimentación con el libro como objeto se da a la par de la que se realiza en el plano de la puesta en página (véase Mak 2011) y sus formas osadas de legibilidad. Piénsese en el renombrado poema Un coup de dés jamais n'abolira le hasard (Un tiro de dados jamás abolirá el azar, 1897) del simbolista francés Stéphane Mallarmé como un importante antecedente a partir del cual se buscaba ofrecer alternativas a una lectura lineal. A este pueden sumarse otros ejemplos surgidos en las primeras décadas del siglo XX, entre ellos los de los futuristas rusos o italianos, como es el caso de Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944); o de los dadaístas austriacos y alemanes como Raoul Hausmann (1886-1971) o Kurt Schwitters (1887-1948), quienes integraban recursos del collage, así como juegos tipográficos con el texto. Con este tipo de figuras y propuestas como antecedentes, en la segunda mitad de este siglo se continúan las exploraciones con las puestas en página, sus efectos y su significación, ya sea en obras vinculadas al arte conceptual, al arte concreto, o a movimientos como el de Art & Language o Fluxus, por mencionar sólo algunos.

Dentro de estas experimentaciones los libros se plantean como objetos híbridos, que ofrecen alternativas originales e incluso promueven prácticas autorreflexivas, metatextuales, a partir de las que estos se replantean a sí mismos, no sólo en sus dimensiones materiales-funcionales, sino también en cuanto a su potencial estético y discursivo, cuestionando y redirigiendo con ello sus formas de legibilidad. Así, los libros comienzan a ponderarse no sólo como objetos sino también como dispositivos o interfaces que inauguran una suerte de espacio intermedio, en el que se recurre a una combinación de tecnologías y se abre el camino a múltiples formas de semiosis, a partir de una interacción constante de lenguajes y signos.

Más allá de considerarlo como medio, un libro además invita a pensarse como soporte, como artefacto conceptual, al igual que como fuente generadora de siempre nuevas y muy específicas instrucciones de lectura para cada libro (véase Cruz 2018, 36). Johanna Drucker, investigadora y creadora ella misma de libros de artista, se refiere al libro también como interfaz dinámica estructurada a partir de una serie de códigos que permiten experiencias inmersivas de gran complejidad (Drucker 2004, VII).

Se apuntó más arriba que la noción del libro sufre una nueva vuelta de tuerca a partir de la "era digital" a finales del siglo XX y principios del XXI, con lo que se ponen de nuevo bajo la lupa sus funciones materiales y mediales, en tanto que responden a recursos, protocolos y prácticas de comunicación ahora necesariamente vinculados al lenguaje computacional y a formatos adaptables a las computadoras y a otros dispositivos digitales multifuncionales. Ello exige no sólo el desarrollo de nuevas interfaces, sino también de nuevas maneras de acceder y de recorrer los textos, lo cual genera prácticas y actos antes no considerados para el objeto libro (Hayles 2002). Así se desarrollan también neologismos para referir a acciones de lectura y recorrido textual, como scrollear o hipervincular, los cuales hacen explícitos recursos y hábitos asociados al ambiente digital, mediante los que se modifica también la experiencia de lectura como acto cognitivo.

En el caso del hipervínculo, por ejemplo, se invita al lector a romper la lectura secuencial y a adentrarse a nuevos recorridos de un texto, lleno de derivas y ramificaciones, de tal manera que el libro adquiere una dimensión activa que requiere la participación de quien lee, o ergódica, como la llama Aarseth (1997). Pero aun cuando se reinventan ciertas funciones, los medios digitales no abandonan del todo la referencia del libro, procurando recrear elementos que permiten identificar la experiencia del objeto analógico con la del soporte digital. Esto a menudo se logra mediante el diseño de elementos que son producto de un esqueumorfismo, esto es, que incluyen indicios gráficos y hasta sonoros en el diseño digital para evocar en la experiencia lectora algo de la materialidad del libro como objeto físico. Por ejemplo, cuando se programa como parte de la lectura en un dispositivo electrónico la simulación de un cambio de página (incluyendo a veces el mismo sonido que produce dicho acto), lo cual demanda del usuario un movimiento gestual con el dedo, similar al que se realiza cuando se encuentra ante un libro como objeto físico (véase entrada de remediaciones).

La era digital y el acceso al internet facilitan además la consulta de libros antes reservados, como ciertos manuscritos o incunables, que en su original se encuentran resguardados en bibliotecas para uso de un reducido público especialista. Más allá de una copia facsimilar, las técnicas de digitalización cada vez más sofisticadas que actualmente se emplean para estas obras antiguas ha permitido estudiarlas de nuevas maneras, ofreciendo modalidades para recorrerlas con todo detalle y desde distintos ángulos (González Treviño 2010). Esto por supuesto no sustituye otros niveles de experiencia sensorial cuando se está frente al objeto original, como el tacto, el olor o el sonido, pero son herramientas que han abierto la lectura e interpretación de textos históricos a un público más amplio.

En otro sentido, la tecnología digital también ha hecho posible la consulta de varias versiones impresas de una misma obra a la vez, permitiendo contrastar las diferencias de formatos y de diseño en sus distintas ediciones, incluyendo los posibles manuscritos que existan de éstas en reproducciones facsimilares, o aun ofreciendo sus variantes sonoras en forma de audiolibros (género que merece una consideración aparte en la entrada de poéticas sonoras). Es también a partir de esta variedad de presentaciones simultáneas, desde donde se sigue reflexionando sobre la idea del libro. Por su parte, en el entorno digital, los artistas no han dejado de contribuir con sus exploraciones a enriquecer esta noción, al haber sido ellos quienes en las últimas décadas han experimentado con sus formatos virtuales en formas inusitadas. Por ejemplo, al integrar recursos que dan pie a una vasta gama de obras que se conocen como literatura electrónica, así como a piezas que se agrupan dentro de la rama de New Media Art. Todas estas experiencias han aumentado el potencial de una lectura inter y transmedial del libro, llevándolo a terrenos expresivos antes impensables.

El amplio espectro de posibilidades para abordar el libro y la creación literaria desde todas estas fuentes y materialidades que conviven actualmente en el campo de la literatura hace además que un autor pueda ejercer conscientemente su elección material. Y esto lo realiza a menudo como parte de su propuesta artística, en lugar de optar por alguna de las alternativas de forma ingenua y no informada. Vemos así que la materia se vuelve parte deliberada y hasta crucial del mensaje y de ahí del contenido de una obra, que es capaz de condicionar de forma importante su intención y significación.

Y ante la diversidad de facilidades y dispositivos, llama la atención que haya artistas que ahora de nueva cuenta buscan utilizar elementos analógicos, cuestionando con ello las perspectivas que ofrece el discurso digital. Este tipo de prácticas forman parte de lo que se conoce como post-digital, en donde la materialidad del libro físico puede recombinarse de maneras muy particulares con las herramientas digitales. Un ejemplo de ello puede encontrarse en las obras de la académica y escritora norteamericana Amaranth Borsuk, como Abra (2015), libro desarrollado en colaboración con Kate Durbin, que explora las posibilidades plásticas del libro-objeto en diálogo con una app para iPad; o Between Page & Screen (Entre hoja y pantalla, 2012, obra también abordada en las entradas de materialidad y poéticas de lo digital), ideada junto con Brad Bouse, en donde la vía de acceso al contenido del libro es precisamente su materialidad, pero como espacio mediador que debe someterse a una lectura frente a la pantalla de una computadora, vía un desciframiento de códigos QR impresos en su interior, los cuales dan acceso a un texto que se despliega en realidad aumentada.

Como puede verse, las transformaciones que ha experimentado el libro como objeto y como noción, también han provocado cambios en las formas de abordarlo, así como en sus posibilidades de lectura. Su desarrollo ha implicado la mejora de capacidades y procesos de alfabetización que trascienden una lectura meramente textual y que se encuentran en una constante actualización de habilidades y de procesos cognitivos los cuales permiten la interacción, así como el desciframiento de esa materialidad mediante la que nos llega el texto. Según hemos confirmado, dicha codificación participa de forma determinante en su significación: ya sea que nos acerquemos a los formatos hechos a mano, o que consideremos la forma en la que la imprenta los ha condicionado, o que reconozcamos sus nuevas cualidades en soportes digitales, nos encontramos ante un universo del libro que ofrece posibilidades de expresión tan diversas como particulares (Littau 2008).

Por ende, pensar la lectura de cualquier libro es hacerlo desde una siempre posible dimensión intermedial e interactiva, aun cuando no se trate de libros que explícitamente utilicen estas estrategias. Esto sucede cuando cuestionamos el libro a partir del planteamiento de dónde y cómo lo leemos, y de qué espacios de circulación y sociabilidad nos abre (Chartier 2010a; 2010b). Ello empieza incluso por la postura y la atención con las que nos disponemos a la lectura de un texto, como sostiene en una entrevista Roger Chartier (Dorra 2001), pasando por las circunstancias y contextos físicos y espaciales que facilitan o median en esta experiencia. Leer un libro nos ha llevado, así, desde una lectura como acto colectivo en voz alta ––que demanda una escucha y se da en espacios abiertos y públicos–– (Frenk 2005), hasta una que se constituye como un acto silencioso e íntimo, en espacios interiores y privados, o la que exige distintas formas de interacción con el texto, tanto físicos como afectivos.

Desde la perspectiva didáctica, las formas que ofrecen los libros hoy en día en sus muy variados soportes han tenido gran valor para despertar el interés de las nuevas generaciones de lectores en distintas fases de su infancia (García Carcedo y Goicoechea de Jorge 2013). Pero parte de estas consideraciones también valen para las nuevas tomas de decisión y de comprensión de quien se dedica hoy en día a las labores editoriales (Piccolini 2019).

Si bien con la proliferación de los libros digitales y las posibilidades que se abrían para su circulación en internet con el cambio del siglo XX al XXI se auguraba la muerte del libro como objeto físico, esto parece todavía una realidad distante. Según reconoce N. Katherine Hayles, en los nuevos horizontes planteados por y para el libro y sus materialidades, más que un relevo, presenciamos una convivencia, en la que unos medios se complementan y anticipan a otros (Hayles 2004). Las opciones siguen abiertas y las ofertas, al igual que las variables que adopta el libro, siguen creciendo inagotablemente. Esto comprueba que es mucho lo que este objeto todavía nos tiene que enseñar, tanto desde su materialidad como en sus múltiples extensiones, invitándonos a explorarlo y juzgarlo mucho más allá de su portada.

Otras formas del libro

a) Libro de artista. Al inicio de esta entrada se habló del libro de artista como producto de una práctica creativa que se acentuó con las vanguardias europeas, pasando luego al relevo de movimientos artísticos con tintes conceptuales de la segunda mitad del siglo XX. Actualmente este concepto permite referir a casi cualquier cosa en el ámbito artístico, siempre y cuando guarde parecido con el objeto libro, haya sido realizado a partir de dicho soporte ––por ejemplo, en una escultura hecha a partir de un libro––, o evoque de forma evidente la proximidad con la forma del libro (Drucker 2004; Crespo Martín 2012, 16).

Para Johanna Drucker (2004) el libro de artista podría considerarse como la quintaesencia del libro en el siglo XX (y lo que llevamos del XXI). Sin embargo, su definición como concepto es más bien elusiva; antes que una definición precisa, se refiere a un conjunto de prácticas artísticas en torno a los libros como objetos singulares, más que como contenedores de textos, aunque estas se quieran acotar en paradigmas claros, siempre despiertan más preguntas que respuestas unívocas (Drucker 2004: 1-19). Esto puede presentarse ya sea como objeto único, o bien como uno del que se realizan pocos ejemplares, presentado bajo una variedad de condiciones y con intenciones muy distintas. Lo que vincula a este tipo de creaciones es el concepto o referente del libro como objeto del que parten. Puede entrar en juego una serie de elementos cuya funcionalidad con frecuencia es cuestionada, experimentándose a veces un roce o choque deliberado, producto de la yuxtaposición de dichos elementos y sus formas de codificación, por medio de los cuales se desautomatiza la lectura y se ofrecen múltiples sentidos y vías de interpretación.

Johanna Drucker confirma esta riqueza de libros de artista dentro de un amplio espectro de actividades y propuestas creativas, y aunque no hay criterios específicos para definir lo que hace a un libro de artista, hay varios argumentos para definir lo que no es y de lo que se distingue un objeto de este tipo. La autora advierte:

Los libros de artista son un género único, en definitiva, un género que trata tanto sobre sí mismo, sus propias formas y tradiciones, como sobre cualquier otra forma de arte o actividad. Pero es un género tan poco atado a las restricciones del medio o la forma como los conocidos regularmente como "pintura" o "escultura". Es un área que requiere de descripción, investigación y atención crítica para revelar su especificidad (Drucker 2004, 14-15; traducción propia).

Un libro de artista demanda un acercamiento no convencional a la lectura, según recalca también la artista mexicana Martha Hellion, quien afirma que se trata de un objeto en busca de un lector activo, dispuesto a experimentar un cambio radical en sus "hábitos de lectura y de sus preconceptos sobre lo que debe ser la poesía, las artes visuales y el lenguaje" (Hellion 2003, 22).

b) Libro-objeto / Libro como objeto. Las crisis materiales que se abrieron con la evolución del libro en la era industrial y de las comunicaciones masivas han invitado no sólo a creadores sino también a teóricos a preguntarse qué tanto del medio también incide en el mensaje (McLuhan 1996). En el marco del libro como objeto se ha resaltado el "Livre" como un proyecto precursor que tuvo Stéphane Mallarmé, el cual debía consistir en un performance colectivo en lugar de una lectura individual y silenciosa. No obstante, el proyecto nunca llegó a cristalizar en vida del autor. El artista Dan Graham entendió a partir de las notas mallarmeanas publicadas póstumamente que el poeta estaba preocupado por evidenciar una conciencia en torno al libro en tanto objeto, al establecer una división entre sus prácticas y concepciones "antiguas" (convencionales) que mostraban sólo sus cualidades impresas como algo fijo, y las "nuevas", que lo revelaban desde la experiencia dinámica a través de la cual se actualiza a cada instante durante la lectura y en múltiples direcciones: "El 'tiempo' del libro lineal es cerrado, mientras que en el 'Libro' de Mallarmé existe en la especificidad de un momento a otro, su duración es formalmente identificada con el grupo constituido de 'lectores' cuya presencia literalmente lo informa. A diferencia del libro antiguo, los lectores no avanzan en una sola dirección" (Allen 2014, 14; traducción propia).

Desde nuevos paradigmas que contrastan con un arte tradicional de pensar el libro como objeto destacan, en el marco de las propuestas artístico-conceptuales, las reflexiones que aportó Ulises Carrión (1941-1989) a este tema. El mexicano reconocía el objeto libro no sólo como una alternativa sino además como una responsabilidad del propio autor. Por eso, en su ensayo "El arte nuevo de hacer libros" (1980) declara que en este "nuevo arte" el escritor es también quien hace libros (Carrión 2013, 39). Como artista, Carrión teorizó sobre el formato y la función del libro, pero además mostró en muchas de sus piezas cómo operaba el texto en la página, al igual que en su dimensión secuencial, evidenciando que de esa misma manera se desprenden muchos niveles estructurales como otras formas de lo legible. Él las pone en evidencia, por ejemplo, elidiendo el cuerpo del texto para dejar sólo ciertos detalles y elementos, como los signos de puntuación, capaces de revelar también en sí mismos una estructura y un tejido en el que de otra forma no habríamos reparado.

La importancia de los detalles como marcas significativas del objeto libro puede reconocerse asimismo en la propuesta creativo-conceptual lanzada por Jonn Herschend y Will Rogan en The Thing The Book (2014). Ambos editores, a partir de una invitación que hicieron extensiva a varios artistas, buscaron con esta publicación hacer "un monumento al libro como objeto". Y lo lograron al resaltar sus propiedades físicas que no pueden ser recreadas de ninguna otra forma u objeto, más que en su dimensión material.

Comentan sus autores:

Todos sabemos que los libros son un vehículo para la información, pero queremos defender que quizá sea uno de los mejores. Además, deseamos elogiar los atributos físicos de los libros en general, cosas que pueden ser hechas con libros y que no pueden ser hechas con lectores electrónicos. (Herschend y Rogan 2014, 11; traducción propia)

En este compendio, los artistas participantes resaltan no sólo el valor de ciertos componentes del libro, como las páginas, sino también otros elementos que parecen accesorios, por ejemplo: los marcadores de páginas; las hojas de erratas que se añaden a los libros publicados; los sellos de propiedad con los que cada quien marca sus libros y que se conocen como ex libris. Además, aluden a ciertas gramáticas que se establecen a partir de su estructura, como por ejemplo en los índices onomásticos, que pierden su función cuando son descontextualizados. En lo que respecta al diseño de la puesta en página, reconocen cómo los márgenes se vuelven áreas de oportunidad para desarrollar nuevas textualidades en forma de notas o marginalia. Finalmente, se tematiza su portada y el uso que ésta tiene, como la superficie del libro que más se expone al exterior y que de ahí adopta cierto carácter y "edad". Esta propuesta muestra cómo desde todas esas dimensiones el libro también significa y se vuelve legible, adoptando un valor como espacio, al igual que como soporte, cada cual cumpliendo con un fin en sí mismo.

Hay una lista cada vez más amplia de estudios sobre las formas y funciones que ha tenido cada una de las partes de un libro como objeto, a partir de las cuales ha desarrollado gramáticas y formas de legibilidad. Se recomiendan como referencias recientes y muy actualizadas la publicación de Patricia Piccolini De la idea al libro (2019, caps. III y IV), centrada sobre todo en una revisión de las alternativas que actualmente se presentan para quien desea entender y trabajar con libros desde el mercado editorial, o El libro expandido: Variaciones, materialidad y experimentos (2020) de Amaranth Borsuk, que se orienta por las formas en las que el libro presenta oportunidades para expandir su discurso desde distintas perspectivas de creación intermedial.

Puesta en página

Al abundar en los elementos constitutivos del libro, se ha hablado también de la importancia que tiene cada uno de los detalles de una puesta en página. Valen unas breves palabras para indicar que este elemento se vuelve fundamental, pues la disposición de los componentes gráfico-escriturales también genera una "impresión" de lectura. Dicha impresión, más que meramente visual, se entiende desde una potencia performativa. Así, análoga a la "puesta en escena", se habla de esa "puesta en página", confiriendo a los elementos que componen su visualidad una "agencia" y, por qué no, un carácter y una voluntad propias. Esto puede entenderse sobre todo a partir de ejemplos poéticos como los caligramas, que dan una impresión no sólo en lo escrito sino a través de la manera en la que "dibujan" aquello de lo que se escribe. Piénsese en los caligramas de Guillaume Apollinaire (1880-1918) como "Il pleut" ("Llueve", publicado en su compendio Calligrammes, 1918), y la manera de disponer el texto en un sentido vertical en cinco hileras, según la cual da la impresión de ese flujo de gotas que caen del cielo; o bien, en cualquier poema visual que existe en contraste con una página sobre la que se imprime y con la que traba una relación significante, no sólo de soporte.

Más allá de este recurso de doble representación, la puesta en página puede apuntar a muchas otras formas de ciframiento que involucran lo performativo y lo significativo: desde una instrucción o notación para ser representada más allá de la página, hasta formas de lo legible e incluso de lo ilegible, como páginas en negro, manchas, tachaduras, recortes, sobreimpresiones, etc.

Ejemplos

Llama la atención que, en su mayoría, al tratarse de ejemplares únicos, los libros de artista generalmente son exhibidos en galerías y museos como objetos de observación distante, sin posibilidad de ser manipulados por sus lectores potenciales, tal como fueron pensados en su origen. Se comportan, así, como meros objetos escultóricos que pierden su dinamismo y la interacción con el lector. Pero también hay libros que han sido editados en serie, y en ese sentido siguen ofreciendo una experiencia lectora directa. Tal es el caso de Cent mille millards de poèmes (Cien mil millares de poemas, 1961) de Raymond Queneau (1903-1976), uno de los representantes del grupo OuLiPo (Ouvroir de littérature potentielle) fundado en 1960 en Francia. Este libro, que ha sido reeditado en 2012, originalmente se imprimió de forma aparentemente convencional, pero con la particularidad de que, al interior, cada verso de los múltiples sonetos que integran sus páginas (tanto en el anverso como en el reverso de cada hoja) está cortado en una tira. La idea es que cada tira pueda combinarse de muchas maneras y de forma independiente con las de los versos superiores e inferiores, de páginas tanto anteriores como posteriores. Gracias a la puesta en página, cualquier combinación que se elija de las tiras, dará por resultado un potencial soneto. Esta obra puede entenderse como libro- objeto en tanto se conceptualiza como libro móvil, que en su realización material ofrece una experiencia plástica y operativa singular al ser abierto y desplegarse en las tiras de papel; todo ello sin abandonar el formato de la edición encuadernada. Se trata aquí de un tipo de poesía combinatoria sin precedentes, que inspiró posteriores remediaciones algorítmicas digitales, así como otras obras literarias y artísticas derivadas.

Bajo una idea análoga de sistema combinatorio inspirado en el libro de Queneau, podemos encontrar la Fabrique à litanies (Fábrica de letanías, 1997), realizada por Michel Butor (1926-2016) en colaboración con el artista plástico Joël Leick (1961- ). Se trata aquí de un montaje de una serie de círculos concéntricos móviles, cada uno conteniendo palabras (sustantivos y adjetivos, masculinos y femeninos, respectivamente) que permiten reconfigurarse de muchas maneras, según cómo se muevan los círculos para dar como resultado ciertas combinatorias de cadenas léxicas.

Muy similares en su concepción, pero anteriores a la propuesta de Butor pueden mencionarse los Discos visuales (1968) del escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998) en colaboración con el pintor Vicente Rojo (1932- 2021). Se trata de la publicación de cuatro discos circulares con textos de Paz y diseño de Rojo, contenidos en un formato de libro empastado e impreso por la editorial Era. Interesado en concebir una forma de "poesía en movimiento" y explorando las maneras de liberar los textos de los formatos tradicionales que ofrecían las ediciones impresas, Paz busca aquí provocar al lector para que descubra, a través del uso propio que da a los círculos, configuraciones textuales dictadas por el azar y la combinación. También aquí, como en Butor, los textos aparecen impresos en círculos móviles, a través de los cuales se da una lectura poética que rompe con lo lineal y juega con lo aleatorio. Estos discos se han asociado con las creaciones surrealistas o bien con ejercicios de poesía concreta.

Evocando de nuevo la propuesta de Queneau, en lo referente a la posibilidad combinatoria, cabe también mencionar otro ejemplo de publicación reciente: Permanente obra negra (2019) de la escritora mexicana Vivian Abenshushan (1972- ). Se trata aquí de un libro que basa su principio en la escritura de fichas (con citas, imágenes o ideas sueltas) como unidades mínimas de discurso, mismas que responden a temáticas y ámbitos diferentes, los cuales son distinguibles tanto por su ubicación en la página como por su tipografía. Desde su primera edición, el libro ha aparecido bajo al menos cinco formatos: como libro suajado; como libro convencional (en la edición que circula ampliamente de la editorial Sexto Piso); como caja de fichero con tarjetas individuales que pueden extraerse de sus respectivas secciones clasificatorias de manera libre; como propuesta de libro electrónico consultable en red, producto de una compleja maquinaria que combina de forma aleatoria las diversas fichas al momento en que es accionada por el lector-usuario; y como instalación que invita a activaciones performáticas en espacios culturales. Esta propuesta múltiple es ejemplo de cómo el recurso del ars combinatoria se cristaliza en distintos productos y versiones de un mismo concepto libro, que dialogan con la manera en la que lo pensamos desde su materialidad. Se recurre aquí a propuestas inspiradas en obras anteriores, pero se suman también nuevas formas de lectura y nuevas gramáticas derivadas de su diversidad transmedial, sin que importe definir cuál es el objeto original, ni qué vino primero. Todos son derivados y a la vez variaciones de una misma concepción escritural.

Un ejemplo ya ampliamente trabajado por la crítica en los últimos años es el de la novela House of Leaves (2000) del escritor norteamericano Mark Danielewski (1966- ), en donde el autor recurre a muy diversas estrategias de puesta en página como recursos "arquitectónicos", tanto para simular experiencias de los protagonistas cuando se mueven por un espacio, como para aludir a ambientes que el lector familiarizado asociará con sus prácticas digitales (por ejemplo, la sugerencia de hipervínculos o la de ventanas, pero desde el texto impreso). Además, hay diversos recursos textuales que desde su puesta en página ponen en crisis la legibilidad, por ejemplo, al presentarse incompletos, tachados o superpuestos (véase González Aktories 2014).

Entre las ediciones recientes que presentan de forma provocadora el elemento discursivo textual del libro, hay algunos que juegan a poner en crisis la legibilidad de la inscripción en su soporte para refrendar su mensaje. Como ejemplo cabe mencionar el segundo de los tres volúmenes del artista y crítico Michael Gibbs (1949-2009) All or Nothing. An Anthology of Blank Books (Todo o nada. Una antología de libros blancos, 2005), que consiste en una réplica idéntica del primer libro en cuanto a su contenido (que incluye ensayos críticos publicados previamente, además de ejemplos de poemas visuales y concretos, documentos de performances, entre otros), salvo por el hecho de que aquí, en la puesta en página, no hay un contraste del texto en tinta negra sobre un fondo blanco, sino apenas se insinúa en tinta blanca sobre el blanco de las páginas. En su potencial ilegibilidad, este libro reivindica sin embargo a nivel conceptual aquello que recoge en su texto y recalca ––retomando lo dicho por Robert Rauschenberg respecto de un cuadro–– que un libro en y sobre el blanco nunca está realmente en blanco.

Otro ejemplo que se lanzó al mercado bajo un principio similar pero con intenciones distintas, de evidenciar su la calidad efímera de la escritura, corresponde a la edición de un Libro que no puede esperar, publicado por la editorial argentina Eterna Cadencia (Buenos Aires 2009). La edición especial, que contenía una antología de nuevos narradores latinoamericanos bajo el título de El futuro no es nuestro, fue sometido a un proceso de edición con tinta que tenía una caducidad programada de 60 días a partir del momento que en éste se abría y entraba en contacto con el aire. Al atentar en contra de su vocación de contenedor permanente y confiable, este tipo de edición invitaba a un acto consciente de lectura de sus páginas, sabiendo que su contenido a largo plazo sólo valdría para el recuerdo.

Referencias citadas

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